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En Bolivia, como es sabido, la estrategia antidrogas estuvo, como en toda la región, determinada por los Estados Unidos.

En Bolivia, como es sabido, la estrategia antidrogas estuvo, como en toda la región, determinada por los Estados Unidos. | Foto: Xinhua

Publicado 29 junio 2020



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No es la primera vez que la presidenta de facto de Bolivia, Jeanine Áñez, incorpora conceptos que no conoce y que suenan vacíos al momento que los acompaña de argumentos que no tiene la capacidad de sostenerlos.

No es la primera vez que la presidenta de facto de Bolivia, Jeanine Áñez, incorpora conceptos que no conoce y que suenan vacíos al momento que los acompaña de argumentos que no tiene la capacidad de sostenerlos. Su conocimiento de la historia tampoco es ni elemental. El viernes 26 en la mañana, en un acto que contó con la presencia de su ministro de Gobierno, Arturo Murillo, afirmó que “en Bolivia hemos vivido el narcoterrorismo que amenaza a la democracia”.

“Las drogas amenazan al país de cuatro maneras… A la democracia, porque las drogas en América Latina muchas veces invadieron la política, por ejemplo, financiando partidos, movimientos políticos y tantas veces financiando violencia política, es lo que se llama el narcoterrorismo. En Bolivia lo hemos vivido, se trata de grupos políticos organizados y violentos que tantas veces agredieron a nuestras fuerzas de seguridad para defender el negocio de la droga y de la coca ilegal”, aseveró en su discurso.

Antes de entrar al meollo del asunto, una consideración. No cae muy bien que una persona, cualquiera que ésta sea, emplee conceptos que luego no los pueda sustentar. Mucho más grave y delicado si se trata de la presidenta de un país, por muy ilegítimo que sea el origen de su autoridad, pues los alcances de sus palabras, en la actual época de reinado de los medios de comunicación y las redes sociales, trascenderá las fronteras y quedará mal parada. Es más, sabiendo que su poder no surgió de las urnas, la jefa de Estado tendría que seducir a la población con palabras cargadas de riqueza. Pero cuando uno se da cuenta que su mayor asesor es el Ministro de Gobierno, que solo destila odio contra todo lo que huele a masista, aunque no lo sea, y que no deja de formular declaraciones inquisitoriales, todo tiene sentido.

Hueco, vacío e irresponsable con el país las palabras de Áñez. Si estuviera en alguna reunión, incluso de amistades muy cercanas, se vería en figurillas si tuviera que remitirse a si quiera citar pruebas generales de que el narcotráfico financió partidos y movimientos políticos, o grupos organizados que hayan penetrado, como grupos, estructuras e instancias del Estado. Que los narcotraficantes entablaron relaciones con alguna gente del mundo político, como pasó con algunos militantes del MIR en los 90, no implica que esa organización política haya sido un narco-partido ni que Jaime Paz Zamora hubiera encabezado un narco-gobierno. Lo mismo puede decirse del MNR por el caso Huanchaca o del narcoavión.

El concepto de narcoterrorismo, como alianza entre grupos armados y narcotráfico, se instala con fuerza luego de los atentados a las dos torres gemelas, cuando el Pentágono y el Departamento de Estado ponen en marcha una nueva estrategia para el mundo que se la conoce como guerra híbrida o guerra preventiva. Hasta antes de esos hechos con los cuales se justificó en octubre de 2001 la invasión a Afganistán y en 2003 a Irak, ni los estrategas y asesores de ambas instancias del gobierno de Estados Unidos se atrevieron a emplear ese concepto de manera contundente. En la década de los 90, principalmente después de culminada la Guerra Fría y desaparecido el enemigo del comunismo, en todos los documentos oficiales y no oficiales pero programáticos de Estados Unidos, como los Santa Fe, se identifica al narcotráfico como el nuevo enemigo, y luego de los hechos de 2001, en Nueva York, se incorpora el de terrorismo.

En el caso de América Latina es después de 2001 y en el marco del Plan Colombia que el gobierno de ese país, con una clara asesoría norteamericana, empieza a hablar públicamente de narcoterrorismo, aunque ni siquiera presidentes tan conservadores como Andrés Pastrana y Álvaro Uribe se atrevieron a asegurar que los grupos guerrilleros eran parte de ellos, no obstante de que en algunas zonas de ese país se registraba de manera aislada cierta colaboración entre los narcotraficantes y algunos mandos medios de las FARC-EP que luego se negaron a ser parte de los diálogos de paz.

En Bolivia, como es sabido, la estrategia antidrogas estuvo, como en toda la región, determinada por los Estados Unidos. Sin embargo, ni siquiera gobiernos de derecha como Jaime Paz Zamora, Gonzalo Sánchez de Lozada y Hugo Banzer usaron esos conceptos para ganarse la simpatía de la gente ni mucho menos el aplauso de la Casa Blanca. Es más, en Bolivia, salvo en la década de los 80, cuando operaban grupos de narcotraficantes como los de Roberto Suárez, nunca se ha podido sostener la tesis de la existencia de carteles del narcotráfico o de grupos armados en sociedad con los mismos. Y no es que los anteriores presidentes neoliberales, todos surgidos de elecciones, les faltara ganas de emplear conceptos como usa hoy Áñez al impulso de Murillo, sino que estaban conscientes de los efectos prácticos negativos que tienen esas ligerezas conceptuales y tergiversaciones históricas, por ejemplo, en el campo de la atracción de inversiones externas, por citar uno de ellos.

Ahora si el objetivo es desacreditar al movimiento cocalero o a personalidades como Evo Morales, no hay duda que Áñez no ha recibido buen asesoramiento ni de su operador Eric Foronda, quien siempre fue un personaje de escasa influencia en la embajada de Estados Unidos. Las fuerzas antidrogas y la propia DEA nunca dejaron de buscar pistas sobre la relación de los sindicatos cocaleros y de quien luego llegaría a ser presidente de Bolivia con el narcotráfico. Jamás las encontraron, porque una cosa es y será la defensa de la coca, en su estado natural, y otra la producción de droga, cuya fabricación, demanda y consumo es de entera responsabilidad de los países altamente desarrollados como Estados Unidos.

La presidenta de facto se hace daño cuando habla de lo que no sabe. Solo queda bien con personajes como Murillo, de quien, desde que era parlamentario, no se esperaba nunca profundidad en sus intervenciones que no sea manifestaciones de odio y venganza. Quizá no sería mala idea de que tenga otros asesores con mayor conocimiento de la teoría política y de la historia. Si hace eso Áñez, que pasará a la historia como una presidenta de facto que quiso prorrogarse usando la pandemia como excusa, al menos matizará esa faceta negra de su vida con algún reconocimiento de que hablaba con fundamento. 


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