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De CD’s y Novenas Asesinas
Publicado 14 octubre 2021



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Pero quizás la más famosa característica de esta magnánima obra es el poema de Friedrich von Schiller que se canta al final, la famosa Oda a la alegría, que rápidamente se convirtió…

En el maremágnum de información internetiana suele suceder que buscas un dato que inevitablemente te lleva a otro, éste a otro y a otro y así, hasta llegar, horas después y una mañana perdida, al infalible ¿qué diablos estaba buscando? Claro, para entonces tienes el suficiente montón de datos como para ser el alma de la próxima fiesta familiar por zoom: “Oigan, ¿sabían que de todos los mamíferos sólo los perros dálmatas y el hombre tienen ácido úrico en la orina?”… (pantalla en negro) ¿hola…, ¡ya no los veo!… ¿siguen ahí?…

Hace un par de días, mientras buscaba no sé qué, para tampoco sé qué, caí precisamente en un dato bastante curioso dentro de la historia del viejo y ahora obsoleto CD. Sin lugar a dudas el CD revolucionó la historia de la tecnología musical, a la música en sí y, por lo menos a mí, me hizo gastar una verdadera fortuna para que al final unos jijosdeutilla entraran a mi casa a robar, llevándose entre el botín mi adorada colección de mis redondos y plateados “quita pesares”, como les decía Sor Juana a sus libros (emoji encabronado).

Los CD’s llegaron a poder grabar en digital 80 minutos de música, pero desde sus inicios y por mucho tiempo sólo cabían en el disco óptico de vinilo 70 minutos. ¿Por qué 70?, ¿de dónde coñuelos salió esa cifra? Los creadores del chunche pudieron hacer que cupiera más tiempo de datos, o menos, pero no… 70 min y ya. ¿Quién decidió esto?

Pues nada, esta decisión sucedió el mismo año que salió al mercado el primer CD comercial, esto en octubre de 1982 (el primero a la venta fue el disco de Billy Joel, 52nd Street). Cuando dentro de la compañía neerlandesa Phillips se preguntaron por el tiempo de duración dentro de un CD, alguien dijo (seguro un big shot): “Pos como mínimo, al chunche le tiene que caber la Novena de Beethoven completa”, que justamente dura 70 minutos (claro, depende de la interpretación). ¡Listo!, así de sencillo. Para realizar el requisito el CD tuvo que medir a fuerzas 12 cm de diámetro y desde entonces cualquier producción discográfica de cualquier tipo de música se tenía que ajustar a los dichosos 70 minutos, si no se convertía en disco doble, aumentando considerablemente los precios (a mediados de los 90 los CD’s llegaron a tener precios ridículos, más que fifíescos).

¿Por qué la Novena del Gran Sordo y no otra? No he encontrado ese dato, pero lo que sí es que esta sinfonía —además de ser patrimonio de la humanidad desde el 2002 y el himno oficial de la Unión Europea, desde 1985—, tiene muchas características importantes por las cuales es una pieza parteaguas en la historia de la música. Entre ellas es la primera en incorporar cantantes solistas y coro a un género hasta entonces cien por ciento musical. También fue la primera en incluir la sección de percusiones al género y una nueva configuración instrumental que no se había visto. Pero quizás la más famosa característica de esta magnánima obra es el poema de Friedrich von Schiller que se canta al final, la famosa Oda a la alegría, que rápidamente se convirtió en un símbolo totémico del mensaje del romanticismo alemán: la ilusión de crear una hermandad entre los hombres bajo los bellos conceptos de igualdad, libertad y fraternidad.

Evidentemente esto hasta ahora no ha sucedido, pero suena reteconvincente y bonito cuando cien monitos vestidos de pingüino lo cantan a todo pulmón.

Lo cierto es que con esta obra Beethoven desarrolló una nueva sensibilidad musical, nunca antes escuchada, donde las notas alcanzaban un profundo sentido dramático, emotivo, conmovedor, convirtiéndose en un espectáculo catártico, liberador:

“Es una nueva sensibilidad que busca del éxtasis por medio de la actividad creadora y que proclama la emoción frente a las proporcionadas y simétricas formas clásicas. La estética musical romántica es esencialmente una concepción de la música como lenguaje metafísico capaz de expresar lo inefable y lo Absoluto, lo poético y metafísico que constituyen la esencia del Romanticismo”, comenta el investigador Matías Rivas Vergara.[1]

Así, esta sinfonía también se convirtió en una especie de sino o destino de mal augurio, pues muchos compositores al llegar a este número de obra, por alguna razón u otra, morían, como si de una maldición se tratara: la Novena Asesina…

Aunque suene de broma, muchos grandes compositores llegaron a su novena y ¡sopas!, entregaron el equipo. La lista comenzó con Ludwig van Beethoven, cuya novena marcó el decline físico y creativo del compositor, hasta morir tres años después de haberla completado por una falla del hígado (léase “empinar el codo”). De ahí le siguió Franz Schubert, quien falleció en 1828, un año después de terminar su novena, llamada La Grande. Este genial compositor se nos fue a la temprana edad de 31 años por andar de “caza talentos” en cualquier puticlub que se le ponía enfrente (sífilis avanzada). Al mes de su muerte se presentó su novena y de ahí la partitura desapareció misteriosamente por más de diez años, hasta que Robert Schumann tropezó con ella en casa del hermano de Schubert.

El primero en tomar en serio la fatídica amenaza de la novena asesina fue el neurótico y supersticioso compositor Gustav Mahler. Mahler trató de engañar al destino cambiando lo de “9ª Sinfonía” por el nombre de La Canción de la Tierra, ciertamente una obra monumental para orquesta y solistas con más de una hora de duración (¡Alas, no cabe en un CD!). Cuando Mahler creyó haber librado la maldición, comenzó otra sinfonía y… murió. Nunca llegó a escuchar su novena y tal vez quedó harto de la música, porque su último deseo fue muy específico: “…entiérrenme en ¡absoluto silencio!”.

Otro compositor, Anton Bruckner, también fue víctima de la novena, pero para entonces el austríaco no era un polluelo. Bruckner tenía 70 años cuando terminó los primeros tres movimientos de su novena, dejando el último incompleto. Quizás la culpa la tuvo el 3er movimiento al llamarlo Adiós a la vida. Como dato (¡venga otro!, ya qué), su música se caracteriza por ser demasiado larga y pesada, más bien abrumadora, sobre todo los eternos movimientos lentos; quizás por eso la radio alemana tocó el adagio de su 7ª sinfonía cuando se dio la noticia por primera vez de la muerte de Hitler.

A los 16 años, el compositor ruso Alexander Glazunov estrenó su primera sinfonía. Además de niño prodigio, tenía memoria fotográfica; escuchaba una obra, se iba a su cuarto y la escribía de principio a fin. Glazunov creía en la profecía de la novena asesina. Por lo mismo, decidió terminar sólo el 1er movimiento de la suya, y aunque murió 36 años después, ésta marcó su fin creativo, pues después de ella prácticamente no compuso nada.

Considerado el mejor “sinfonista” del siglo XX, al inglés Vaughan Williams lo sorprendió el novenazo también ya maduro, a los 85 años. Williams murió precisamente el día que iba a supervisar la primera grabación de su novena por la Filarmónica de Londres (con Sir Adrian Bolt a mando), por lo que la grabación se convirtió en una especie de réquiem.

Sería interesante preguntarle su opinión al respecto de esta maldición al excéntrico compositor finlandés Leif Segerstam, quien para abril de este año completó su sinfonía número 344 (compone un promedio de 20 al año).

[1] Rivera Vergara, Matías: La Novena sinfonía de Beethoven: historia, ideas y estética. En: https://silo.tips/download/la-novena-sinfonia-de-beethoven-historia-ideas-y-estetica


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