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Bolsonaro fue un mediocre militar, retirado al alcanzar el grado de capitán. Hace 25 años ejerce un también mediocre mandato como diputado.

Bolsonaro fue un mediocre militar, retirado al alcanzar el grado de capitán. Hace 25 años ejerce un también mediocre mandato como diputado. | Foto: EFE

Publicado 8 octubre 2018



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En el primer turno de las elecciones nacionales ha vencido la política del miedo. Entender qué ocurre en este gigante latinoamericano es una de las claves para aproximarse no sólo al futuro político y social del país, sino también al de una región que atraviesa el ciclo democrático más largo de su historia.

Bolsonaro es un fascista.

Si lo es, resulta inevitable preguntarse cuáles son las razones que podrían transformarlo en el futuro presidente de uno de los diez países más poderosos del plantea. Una nación que, hasta hace sólo dos años, vivía un proceso de expansión y universalización de derechos ciudadanos, que comenzaba a conquistar algunas de las aspiraciones de justicia social y de igualdad consagradas en una innovadora y ambiciosa Constitución Nacional que acaba de cumplir 30 años.

Ocurre que Bolsonaro no es la causa de una democracia que agoniza, sino su consecuencia.

Cuando se siembra la desconfianza, el miedo, el odio y el desprecio hacia la institucionalidad democrática, por más fragilidades y defectos que ella posea, lo que se construyen son las bases éticas y políticas de regímenes totalitarios y despóticos. El titular del periódico O Globo, el día siguiente del golpe de Estado que dio inicio a la dictadura militar que asoló Brasil por más de dos décadas fue: “resurge la democracia”. Medios de comunicación y empresarios golpistas, políticos y jueces golpistas, militares e iglesias pentecostales golpistas, se vuelven más fuertes y convincentes cuando las sociedades se despolitizan, cuando la narrativa democrática se vuelve sospechosa y la sociedad indiferente a una barbarie que se trivializa.

Bolsonaro fue un mediocre militar, retirado al alcanzar el grado de capitán. Hace 25 años ejerce un también mediocre mandato como diputado. Muchos, dentro y fuera de Brasil, lo conocieron cuando votó a favor de la destitución de Dilma Rousseff, dedicándoselo a la memoria del coronel Carlos Alberto Brilhante Ustra, que la había torturado cuando ella tenía 19 años. Ustra comandó el principal centro clandestino de detención durante la dictadura militar. Torturaba a sus víctimas y, cuando eran mujeres, además de violarlas, solía llevar sus hijos para que las vieran moribundas, ensangrentadas, desnudas, abrigadas sólo por su valentía y por su dignidad. Bolsonaro homenajea a Ustra cada vez que puede. No es aislado este hecho con el reconocimiento y el protagonismo que logró meteóricamente este militar sólo célebre por sus insultos racistas y machistas, por su apología a la tortura y por su permanente desprecio hacia los derechos humanos.

Los que rondan las mafias delictivas vinculadas al paramilitarismo, los que se cobijan a la sombra de las oligarquías empresariales antidemocráticas y los que sobreviven en el anonimato de un parlamento clientelista y corrupto, suelen mimetizarse con los excrementos de las cloacas del poder. Por eso, los demócratas los despreciamos, pero les prestamos poca atención. Nunca llegarán a nada, pensamos. Son sólo grises funcionarios del horror.

Así fue siempre Jair Bolsonaro: un outsider, un inimputable, un loco, un idiota, un enfermo compulsivo y agresivo. Mientras tanto, siguió pregonando impunemente su odio a la democracia, valiéndose de la protección que la democracia le brindaba. Durante todos estos años, sólo algunas heroicas diputadas lo enfretaron con coraje, recibiendo insultos y golpes. Cuando la democracia es así de generosa con sus enemigos, acaba masticando su propia aspiración de libertad, igualdad y justicia, debilitándose, volviéndose frágil, tenue, imperceptible.

Brasil salió de la dictadura sin realizar un ajuste de cuentas con 21 años de opresión y violación al estado de derecho democrático. Cuando esto ocurre, las naciones suelen estar condenadas a repetir el pasado. Pero el pasado nunca se repite de la misma forma.

Las democracias sólo sobreviven cuando la ciudadanía se vuelve activa, participativa, cuando el espacio público es ocupado por sus propios dueños, por el pueblo y sus organizaciones populares, cuando los derechos se multiplican, cuando las libertades florecen, cuando le perdemos el miedo a la felicidad, cuando luchamos por lo que es común a todos.

Pocos días antes de ser desposeída del cargo que hasta hoy debería ejercer, Dilma Rousseff le pidió a Tereza Campello, su ministra de desarrollo social, que hiciera una encuesta entre las mujeres que participaban del programa Bolsa Familia. Cuando les preguntaron si su vida había cambiado gracias a esta iniciativa, más del 90% de las mujeres consultadas dijo que sí, que había cambiado para mejor, mucho o muchísimo. Cuando les preguntaron por qué, más del 80% dijo: “gracias a Dios”. Fue estadísticamente irrelevante el número de mujeres que sostuvieron que su vida había mejorado gracias a la democracia, o gracias a la acción de un gobierno democrático.

En política no hay espacios vacíos. Y cuando los demócratas dejamos espacios vacíos, los ocupan los mercaderes de la fe, como las iglesias evangélicas pentecostales, los que trafican con la muerte, los profetas del odio, los fabricantes del miedo y de la desesperanza. Fueron esas ausencias y esas presencias las que parieron no uno, sino miles y miles de bolsonaros.

La democracia brasilera recibió un nuevo y duro golpe. Entenderlo es una de las condiciones necesarias para seguir luchando por ella. Los fascistas pueden tener victorias, pero éstas serán siempre pasajeras, mucho más efímeras de lo que ellos creen. Porque el fascismo está condenado a ser siempre derrotado por los que seguimos, a pesar de todo, convencidos de que la esperanza vence al miedo.


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