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No sorprende que el resultado del juicio político haya respondido más a una correlación de fuerzas políticas dentro del Parlamento favorables al fin de un gobierno relativamente hostil a las élites, que a una cuestión técnica referida a la existencia o no de crimen de responsabilidad.

No sorprende que el resultado del juicio político haya respondido más a una correlación de fuerzas políticas dentro del Parlamento favorables al fin de un gobierno relativamente hostil a las élites, que a una cuestión técnica referida a la existencia o no de crimen de responsabilidad. | Foto: CELAG

Publicado 3 septiembre 2016



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Una cuestión que merece ser abordada es la de por qué las expectativas de reversión del proceso eran tan bajas, tanto entre quienes esperaban la continuidad de Temer en la Presidencia como entre los que bregaban por la continuidad y fortaleza de la institucionalidad democrática, sostenida desde 1988.

El golpe en Brasil fue finalmente consumado, como era previsible. Ni los contundentes argumentos jurídicos de la defensa contra la acusación de crimen de responsabilidad de Dilma Rousseff, ni su valiente comparecencia frente a quienes buscaron incesantemente destituirla, como tampoco las manifestaciones callejeras contra el golpe, fueron suficientes para revertir este juego antidemocrático de cartas marcadas. Si alguna esperanza quedaba, era la que recaía en la honestidad moral de los Senadores que, tiempo atrás, votaron por la admisibilidad del juicio político y porque la Presidencia sea ocupada por el otrora Vicepresidente que actualmente cuenta con un 68% de reprobación entre la ciudadanía. Sin embargo, una mayoría de 61 legisladores se pronunció a favor de la destitución de la Presidenta de la República, configurando un hecho histórico de graves consecuencias institucionales, sociales y políticas para el país y la región.

I

Una cuestión que merece ser abordada es la de por qué las expectativas de reversión del proceso eran tan bajas, tanto entre quienes -dentro y fuera del Legislativo- esperaban la continuidad de Temer en la Presidencia como entre los que bregaban por la continuidad y fortaleza de la institucionalidad democrática, sostenida desde 1988. Un primer aspecto que podría señalarse es la constitución misma del Poder Legislativo que, según la Constitución, es quien tiene la potestad principal de juzgar a la máxima autoridad del Estado. El Parlamento brasileño se ha ido caracterizando, en la última década al menos, por una gran fragmentación partidaria -particularmente en Diputados- y por la enorme influencia que tienen los intereses corporativos sobre buena parte de los 594 legisladores de ambas Cámaras. Tales rasgos influyen de manera directa en la dinámica de negociación permanente de los representantes de las principales bancadas para conseguir votos favorables a cambio de cargos y privilegios, y en la fidelidad del voto legislativo a los grandes intereses privados que han financiado sus campañas electorales. La bancada empresarial es la más abultada del Legislativo, con 251 representantes -221 Diputados y 30 Senadores- según el Departamento Intersindical de Asesoría Parlamentaria (DIAP)[1]. Además de ésta, las bancadas de los defensores del agronegocio, de los evangélicos -más potente en Diputados que en el Senado- y la compuesta por legisladores vinculados con la dictadura militar y el negocio de la seguridad, tienen una categórica incidencia en los proyectos de ley y de enmienda constitucional que ingresan a las comisiones pertinentes -estratégicamente sobrerepresentadas por ellos- y que poseen altas chances de ser aprobados.

Otro importante factor que ha incidido de manera directa en el propósito de estas mayorías parlamentarias para destituir definitivamente a la Presidenta -ligado indudablemente al primero- es la vinculación de una parte nada desdeñable de los legisladores con causas judiciales vinculadas a la corrupción. La megacausa conocida como Lava Jato -que investiga nexos de ilícitos entre políticos, empresas contratistas y la estatal Petrobrás-, entre otras investigaciones similares, fue posible gracias al apoyo financiero e institucional que los gobiernos de Lula y Dilma otorgaron a la Justicia y a la Policía Federal para combatir una corrupción que se ha revelado endémica al sistema político. Dejando de lado el determinante papel que ha cumplido el Poder Judicial para politizar la causa y sesgar las investigaciones perjudicando al Partido de los Trabajadores (PT), lo cierto es que el 60% de los 594 legisladores brasileños en funciones “enfrentan cargos como recepción de sobornos, fraude electoral, deforestación ilegal, o secuestro y homicidio”[2]. La permanencia de Michel Temer en la Presidencia representa, así, un Ejecutivo sin voluntad de combatir la corrupción y con capacidad de entorpecer toda acción judicial que involucre a sus aliados dentro del Parlamento y dentro del propio Gobierno.

Dada esta estructura de intereses privados dominando la “Casa del pueblo”, no sorprende que el resultado del juicio político haya respondido más a una correlación de fuerzas políticas dentro del Parlamento favorables al fin de un gobierno relativamente hostil a las élites -con la innegable y necesaria complicidad del Poder Judicial y del “periodismo de guerra” practicado por los medios hegemónicos- que a una cuestión técnica referida a la existencia o no de crimen de responsabilidad de Rousseff.

II

 “Fin de la democracia” y “triunfo de la democracia” fueron dos lecturas antagónicas del reciente hecho que resonaron entre los contrarios y los defensores del juicio político. Claramente, “democracia” es otro de los conceptos que están actualmente en disputa dentro de una batalla cultural, simbólica y política que se está profundizando a pasos agigantados en América Latina tras los quiebres institucionales inaugurados por Honduras en 2009. El juicio político es constitucional en Brasil, y los procedimientos se han seguido de acuerdo a la normativa: el Poder Legislativo votó mayoritariamente por la destitución de Dilma Rousseff bajo la supervisión del Presidente del Supremo Tribunal Federal. La formalidad fue cumplida y este es el “manto” de legalidad en el que se escudan los que hoy celebran la investidura efectiva de Temer, dentro y fuera de Brasil. Sin embargo, y formalidades aparte, este “triunfo de la democracia” desconoce la dimensión de representatividad que le da sustento. Si bien durante el segundo mandato de Rousseff su popularidad cayó significativamente, un año y medio atrás fue escogida como Presidenta por 53 millones de brasileños, mientras que Michel Temer ha obtenido ese cargo gracias al voto favorable de 61 Senadores y 367 Diputados en la histórica sesión del pasado abril-. Podría contestarse a este hecho que estos legisladores también fueron elegidos por el voto popular. Si bien esto es innegable, cómo explicar que si la población brasileña está compuesta en más de un 51% de mujeres, en el Congreso no sumen más del 12% de bancas -y la mujer negra el 0,6%-? A qué obedece que en el Congreso no esté representada proporcionalmente la enorme mayoría de población negra y mestiza que posee Brasil? Por qué, si la mayor parte de los votantes son asalariados, desocupados, amas de casa y trabajadores informales la bancada más numerosa es la de los empresarios?

Esta estructura de representantes no representativa que predomina en casi todas las legislaturas de la región es consecuencia, entre otros, de dos aspectos que merecen ser destacados: uno, como producto de que las Constituciones vigentes -excepto las de Bolivia, Venezuela y Ecuador, sancionadas durante la última década y la de Chile, que data de finales de la dictadura pinochetista[3]– fueron aprobadas durante las transiciones democráticas, cuando hubieron de pactarse un sinnúmero de condiciones para garantizar la estabilidad institucional con sectores esencialmente autoritarios de la vida política y económica. La formalidad electoral como base del sistema democrático, la inexistencia de garantías de representatividad real de la población en el gobierno, el blindaje a la propiedad privada y la casi total autonomía del poder judicial fueron algunos de los rasgos adoptados por las cartas magnas que perduran hasta hoy. A ello hay que sumar -salvo notables excepciones, como la Argentina- la impunidad con la que aun hoy cuentan los responsables de las dictaduras militares[4], los insuficientes mecanismos de control y sanción de la corrupción, y la prácticamente inexistente regulación sobre un poder que se ha revelado casi más incisivo que el que ejerce el “soberano” con su voto: el de los medios de comunicación. Y dos, que a pesar de la proclama que nos hace libres e iguales la realidad, en nuestras sociedades extremadamente desiguales, manifiesta exactamente lo contrario. La capacidad de las élites económicas para influir sobre la sanción de leyes favorables mediante el lobby y el financiamiento de campañas, para investir a los propios como Presidentes, Ministros, Jueces y legisladores, y para determinar el “bien común” a través de las políticas de gobierno sigue siendo mucho más efectiva que la de las mayorías con su voto periódico.

 III

 Lo que ha sucedido en Brasil -al igual que en Honduras y en Paraguay-, y la inestabilidad institucional que ha caracterizado históricamente a éstos y a los demás países de la región no se debe a que son “democracias jóvenes”, como sostienen muchos mirando con admiración lo que sucede en Europa[5]. Lo que ha sucedido en Brasil es, más bien, el triunfo de la demofobia, o la reacción temerosa a la reversión -incluso tímida- que los gobiernos del PT impulsaron sobre un tradicional orden social cuyo dominio era ejercido hombres, blancos y ricos. Temer lo dejó claro apenas asumió su interinato al conformar un gabinete compuesto en su totalidad por hombres blancos y cerrar Ministerios como Cultura, Mujeres, Derechos Humanos e Igualdad Racial. Ahora llegará con contundencia el turno del desmantelamiento de los avances en materia laboral, previsional, sanitaria, educativa y de la soberanía de los recursos naturales. A nivel geopolítico, el golpe también impactará en la configuración de los equilibrios de poder mundial y regional, al alejar a Brasil de los BRICS y permitir a los Estados Unidos avanzar sin escollos sobre aquél espacio de poder contrahegemónico y reeditar su “Doctrina Monroe” sobre la región, en tanto el nuevo  gobierno pretende revertir los esfuerzos de sus antecesores en materia de integración regional. El banquete para las élites está servido.

[1]    http://apublica.org/2016/08/como-as-federacoes-empresariais-se-articularam-pelo-impeachment/

[2]    http://www.nytimes.com/es/2016/04/15/los-legisladores-brasilenos-quieren-destituir-a-dilma-rousseff-tambien-estan-envueltos-en-escandalos-de-corrupcion/

[3]    Y otras, como la Argentina, que fueron reformadas bajo gobiernos neoliberales en la década de 1990.

[4]    Para el caso de Brasil: http://www.brasilwire.com/brasils-senate-and-the-legacy-of-dictatorship/

[5]      Una Europa que, lejos de ser homogénea, en los últimos dos siglos negó el derecho al voto a los pobres y a las mujeres hasta hace casi la misma cantidad de años que en Suramérica, que padeció dos cruentas guerras mundiales, revoluciones socialistas y violentas reacciones conservadoras a las mismas, regímenes fascistas y otras dictaduras relativamente recientes -como en España, Portugal y Grecia-.


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