Facundo, 12 años: El Estado argentino lo mató de un balazo en la nuca | Blog | teleSUR
11 marzo 2018
Facundo, 12 años: El Estado argentino lo mató de un balazo en la nuca

En una escena de la última temporada de “Homeland”, francotiradores del FBI tienen apuntado a un supremacista blanco que conspira contra la presidenta de los Estados Unidos. El tipo dialoga en un descampado con Saul Berenson, el veterano agente de la CIA que se llegó hasta ahí para decirle que pare porque ya no tiene margen de maniobra. También el supremacista está custodiado por un grupo que porta rifles. 

Facundo, 12 años: El Estado argentino lo mató de un balazo en la nuca

En un momento mira a su gente, corta el diálogo y le dice a Saul: “Ahora me voy, y mis hombres van a caminar de espaldas”. Los del FBI se quedan frustrados. Saben que con tantos testigos, propios y ajenos, no podrán disparar ni un tiro. Esas cosas se pueden hacer solo en la clandestinidad, o puede hacerlas la CIA en operaciones encubiertras en el extranjero. Si el FBI fusila por la espalda a cielo abierto y con testigos alrededor, después sus agentes no tendrán modo de justificarlo en un tribunal.

El episodio de Homeland aún no había sido estrenado en la Argentina cuando el Presidente Mauricio Macri recibió y felicitó al agente de policía Luis Chocobar tras el asesinato, por la espalda, de Juan Pablo Kukoc. La serie tampoco había llegado cuando se conoció la noticia del asesinato de Rafael Nahuel en Bariloche, mientras escapaba de la Prefectura, la guardia costera que perseguía indígenas mapuches en un bosque. Rafael también fue asesinado por la espalda.

No es que matar de frente sea siempre legítimo. Ni siquiera lo es para las fuerzas de seguridad. Se trata de algo diferente: matar por la espalda supone que el autor del crimen, así sea un policía, pasó todo límite. Inclusive el de la duda razonable. Y ése es el punto clave: la ausencia de límites establecida como doctrina oficial del Estado argentino por el Presidente y por su ministra de Seguridad, Patricia Bullrich. Cuando el Estado condecora un acto ilegal, transmite un mensaje de cheque en blanco a todos los integrantes de las fuerzas de seguridad. 

El último resultado del cheque en blanco ocurrió el jueves 8 en Tucumán, en el noroeste argentino, donde policías mataron a Facundo, un nene de 12 años. Su abuela escribió en Facebook que “nada hubiera justificado lo que hicieron, pero mi nieto no robaba, ni manejaba un revólver, como inventa la policía”. Contó que solo fue en moto con un amigo a pasear y que, de regreso, unos policías les dispararon a quemarropa. Uno de los balazos, de pistola 9 milímetros, terminó en su cabeza. Entró por la nuca. Facundo murió en el hospital. Sus zapatos recién comprados quedaron sin uso en casa de la abuela, porque Facundo no llegó a empezar las clases en la escuela industrial número cinco. 

Las autoridades argentinas parecen presumir que el nuevo modelo de premiar al gatillo fácil restituye el prestigio a los policías de todo el país. La verdad es la contraria. Introduce un riesgo sistemático en la vida cotidiana que a la larga, además, se volverá contra los propios policías y contra el mismo poder político. No es vaticinio. Es simple lectura de la historia. Por lo menos de la historia argentina. El humor social es volátil. Lo que puede tener un alto nivel de aprobación hoy, mañana podría ser aborrecido. 

Al Presidente Macri le bastaría con llamar a su colega Eduardo Duhalde, que fue presidente en 2002 y cinco meses de 2003. Antes, como gobernador de la provincia de Buenos Aires, la más grande del país, Duhalde sostuvo durante seis años a la Policía Bonaerense. La llamó “la mejor policía del mundo”. Su argumento era el mismo que el de Macri y el de Bullrich. Primero, que los policías bonaerenses eran buenos para combatir el delito. Segundo, que si él no los premiaba de manera incondicional los delincuentes lo vivirían como un triunfo propio. Fue así que santificó a un jefe ultrapodersoso, Pedro Klodzyk. De la misma forma la ministra Bullrich hoy endiosa a su jefe de Gabinete Pablo Noceti, el funcionario que participó en el operativo que, sobre la marcha, se convirtió en un sub-operativo ilegal durante el que terminó muerto Santiago Maldonado el 1° de agosto de 2017. 

En verdad nunca hubo datos concluyentes sobre que los habitantes de la provincia de Buenos Aires reivindicaran a la Policía Bonaerense como un modelo universal. Sencillamente, para Duhalde era más fácil exaltar la mano dura que romper tramas mafiosas como los desarmaderos de autos robados, un sitio donde se cruzaban grupos policiales, ladrones, lavadores de dinero negro y narcos.

Un día de enero de 1997, hace ya más de 21 años, apareció muerto en Pinamar el fotógrafo José Luis Cabezas. La investigación posterior del asesinato, a cargo de sus compañeros de trabajo y de la Justicia, reveló la existencia de un mundo que hasta entonces no aparecía completamente sobre la superficie. En ese mundo reinaba Alfredo Yabrán, el empresario cercano a Carlos Menem que controlaba una parte de la logística y de la droga. Allí revistaba también la primera línea de la Policía Bonaerense. Las agencias privadas de seguridad. Y había jueces y fiscales que miraban para otro lado. 

La mejor policía del mundo cuadraba, más bien, en la definición de un gran periodista, ya fallecido, Carlos Dutil: la “maldita policía”. A tal punto terminó maldita que Duhalde pegó un volantazo y pidió al ex camarista del Juicio a las Juntas de 1985,León Carlos Arslanian, que piloteara una reforma. Arslanian juntó un equipo calificado y comenzó el trabajo. Pero ya era 1999 y venían unas elecciones a gobernador y a presidente. En ese contexto de pelea electoral el candidato de Duhalde, Carlos Ruckauf, pegó otro volantazo. “Les voy a meter bala a los delincuentes”, prometió a lo Bullrich, con facilismo punitivo. 

Recién cuando Ruckauf, por la crisis del 2001, huyó de la gobernación, asumió el vice Felipe Solá y acabó retomando la reforma policial. Convocó a Juan Pablo Cafiero, que tuvo la valentía suficiente como para meterse con los desarmaderos y combatirlos, y luego designó otra vez a Arslanian.

Duhalde le podría contar a Macri qué tal fue su 2002 como Presidente. Por un lado puso a cargo de la seguridad pública a Juan José Alvarez, un ex intendente con experiencia política. Alvarez se fijó una doctrina opuesta a la de Ruckauf. Buscó no generar conflictos callejeros cuando había protesta social. Una de las vías fue responsabilizar de antemano a los oficiales de cualquier hecho ilegal que ocurriera. La fórmula era confianza más instrucciones. Cero cheque en blanco. 

Un ala distinta del gobierno del Presidente Duhalde, sin embargo, en la que tallaban el número dos de Inteligencia Oscar Rodríguez y el jefe de Gabinete Julio Atanasoff, apoyados por el entonces gobernador de Córdoba José Manuel de la Sota, declaraba que en la Argentina el peligro era “la anarquía”. Esa campaña fue el prólogo del asesinato de Maximiliano Kosteki y Darío Santillán, el 26 de junio de 2002. La ola de repudio fue generalizada. Duhalde se asustó tanto que adelantó las elecciones presidenciales y resolvió no presentarse.

Un argumento de propios y extraños que usa el Gobierno de Macri reza que “chocobarizar” la política le sirve a Macri para solidificar votos propios, galvanizar sus fuerzas y polarizar con los adversarios. Ese argumento descuida qué liviana suele ser la Historia. Y algo más: qué sensibles pueden ser los sectores de poder cuando uno de sus miembros se convierte en víctima. Sin comparar el Estado de Derecha que vive la Argentina con la última dictadura, valen los ejemplos de Helena Holmberg y Héctor Hidalgo Solá, dos miembros de la élite argentina. Ella era diplomática de carrera. Él, un radical enrolado en el Proceso de Reorganización Nacional como embajador en Venezuela. El asesinato de ambos a manos de grupos de tareas de la misma dictadura no hizo caer a Jorge Videla. Pero inició las fisuras que le quitaron fuerza al régimen. 

El 6 de febrero último, en medio de un tiroteo en los Tribunales de Buenos Aires, una bala de gran calibre perforó las dos piernas de la jueza María Alejandra D’Agnillo, titular del Juzgado Nacional del Trabajo número 63. Como es una jueza laboral, el Gobierno no se inquietó. Los operadores oficiales encargados de la acción psicológica escribieron, incluso, que se trataba de una “jueza K”, es decir una integrante de los jueces que también fallan muchas veces en contra de los empleadores. Macri dijo que esos jueces, encargados de compensar la asimetría en favor de los trabajadores, son “una mafia”. 

Mientras imagina un futuro improbable  --que la gente delire con el policía Chocobar y olvide la inflación y las tarifas impagables, o que pase por alto que los principales funcionarios tienen el dinero afuera--  el Gobierno podría pensar, con mayor espíritu práctico, qué ocurrirá el día en que el balazo no le toque a una jueza laboral o a Facundo, el chiquito de Tucumán. Podría calcular qué le pasaría si el blanco de una bala perdida es el dueño de un gran estudio de abogados que sale de tomarse un café en un bar de abogados. A veces las convicciones no alcanzan pero el realismo puede ser un buen consejero. Mejor que sea rápido, así nadie más se muere. Y menos de un balazo por la espalda.


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Perfil del Bloguero
Periodista y licenciado en Historia. Columnista del diario Página/12 de la Argentina, conductor de Sostiene Granovsky por CN23 y coordinador de la TV del Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales, www.clacso.tv. También dirige el Núcleo de Estudios del Brasil de la Universidad Metropolitana para la Educación y el Trabajo y es profesor en el Instituto del Servicio Exterior de la Nación de la Cancillería. En Twitter, @granovskymartin.



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