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El debate constitucional ha vuelto a posicionar la cuestión minera en la opinión pública, lo que en ningún caso se puede soslayar dada la importancia que reviste para el país.

El debate constitucional ha vuelto a posicionar la cuestión minera en la opinión pública, lo que en ningún caso se puede soslayar dada la importancia que reviste para el país. | Foto: World Energy Trade

Publicado 22 abril 2022



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La rebelión social, las demandas ciudadanas y el escenario de la Convención Constitucional, hacen impostergables que se pongan en el tapete de la agenda pública todos los temas y materias por complejas y controvertidas que ellas resulten.

Con el propósito de que se cautele el dominio absoluto, exclusivo, inalienable e imprescriptible del Estado de todas las minas, coherente con el interés nacional y el bien común, resulta imprescindible y de toda conveniencia que en la nueva Constitución se reafirme dicho dominio patrimonial. Así también su injerencia en la actividad minera y en la definición de políticas públicas, para lo cual se hace necesario suprimir la norma que lo impide, restableciendo la figura de la concesión administrativa incorporada en la Constitución de 1925, derogándose o modificándose la Ley 18.097, Orgánica Constitucional sobre Concesiones Mineras, de modo que al igual como ocurre en la mayoría de la legislación comparada, la constitución, ejercicio y extinción de las concesiones mineras concesibles de exploración y explotación, quede entregada a la autoridad de la Administración del Estado, quien, de acuerdo a normas preestablecidas y regladas deba fijar condiciones, duración y el régimen de amparo efectivamente consistente en la obligación del concesionario de desarrollar la actividad necesaria para satisfacer el interés público que justifica su otorgamiento, habiendo siempre lugar a reclamo ante los tribunales ordinarios de justicia.

El sacerdote Eugenio Pizarro Poblete y el Movimiento Social 18 de Octubre comparten plenamente la formulación destacada del autor  del artículo sobre  La  propiedad minera especialmente del cobre y del litio de dominio absoluto, exclusivo, inalienable e imprescriptible del Estado

La rebelión social, las demandas ciudadanas y el escenario de la Convención Constitucional, hacen impostergables que se pongan en el tapete de la agenda pública todos los temas y materias por complejas y controvertidas que ellas resulten, en la senda de encontrar un proyecto de desarrollo de país que sea capaz de recogerlas y en la medida de lo posible, aunarlas a todas. Ciertamente la Convención es un espacio propicio para ello y una ayuda a este camino.

Una de ellas es la que se refiere en particular a la propiedad de nuestros yacimientos mineros y a la Ley Orgánica Constitucional sobre Concesiones Mineras, cuya génesis se remonta a la época de la dictadura cívico-militar encabezada por el General Pinochet, cuya discusión ha permanecido más bien en la trastienda o en la penumbra ciudadana, no obstante su relevancia y su valor estratégico fundamental. El debate constitucional la ha vuelto a posicionar en la opinión pública, lo que en ningún caso se puede soslayar dada la importancia que reviste para el país.

Al respecto, es conveniente hacer un poco de historia. Bajo el mandato del Presidente Eduardo Frei Montalva, con el propósito de cautelar el interés nacional y defender nuestras riquezas básicas, se llevó adelante la denominada “Chilenización del cobre”, en virtud de la cual el Estado de Chile adquirió un porcentaje importante de las acciones de las compañías mineras extranjeras, a través de la celebración de contratos leyes, para lo cual se constituyeron sociedades mineras mixtas entre el Estado y las empresas estadounidenses. Luego, durante ese mismo período vino lo que se conoció como la “Nacionalización Pactada”, consistente en que el Estado adquirió para sí el 51% de las acciones de dichas empresas, tomando el control de los yacimientos.

Posteriormente, a inicios del Gobierno del Presidente Dr Salvador Allende Gossens, se dio otro paso de la mayor trascendencia, cual fue la nacionalización de las empresas que constituían la Gran Minería del Cobre, siendo éstas incorporadas al pleno y exclusivo dominio de la Nación, sin pago de indemnización por los derechos sobre los yacimientos mineros, excepto con respecto a las mejoras que se hubieren introducido, descontándose las denominadas “utilidades excesivas”. Lo anterior, contó con la aprobación unánime del Congreso Nacional, siendo ello posible gracias a la reforma constitucional de 1971, introducida a la Constitución Política de 1925.

En virtud de la reforma se modificó también el artículo 10 N° 10 de la Carta de 1925, consagrándose en el texto que el Estado tiene el dominio absoluto, exclusivo, inalienable e imprescriptible de todas las minas, las covaderas, las arenas metalíferas, los salares, los depósitos de carbón e hidrocarburos y demás sustancias fósiles, con excepción de las arcillas superficiales. Nótese que la expresión “tiene” utilizada por la norma, corresponde al indicativo presente del verbo tener, queriendo significar que ese dominio con las características reseñadas siempre lo ha tenido y detentado el Estado, esto es: antes, ahora y en el futuro.

Esto contempló, asimismo, un régimen de concesiones de exploración y de explotación sobre las sustancias que se determinen como concesibles, recayendo su otorgamiento en la autoridad administrativa, habiendo siempre lugar a reclamo ante los tribunales ordinarios de justicia respecto de aquellas cuestiones sobre su otorgamiento, ejercicio y extinción de las mismas. Así se reforzó constitucionalmente a la concesión contra el arbitrio de la autoridad administrativa. Igualmente, se dispuso que una ley determinara la actividad que los concesionarios deberán desarrollar en interés de la colectividad para merecer amparo y garantías legales. Tras la dictación de la reforma constitucional no se alcanzó a dictar el nuevo Código de Minería que determinase la forma, condiciones y efectos de las concesiones mineras, sucediendo luego el golpe de Estado de 1973, por lo que los titulares de los derechos mineros siguieron regidos, en calidad de concesionarios, por el Código de Minería de 1932.

El dominio estatal se entendió como dominio patrimonial y así lo puso de manifiesto desde el primer momento el Mensaje con que el Presidente Allende envió al Parlamento el proyecto de Reforma Constitucional de 1971. “Es necesario dejar establecida clara y definitivamente que el Derecho que el Estado tiene sobre las minas, covaderas… es un perfecto derecho de propiedad o dominio con todas las características de la esencia y la naturaleza del mismo, de modo que los particulares no han podido adquirir sobre esos bienes sino los derechos específicos comprendidos en los términos de la respectiva concesión”. Del tenor del Mensaje, es de toda evidencia que el dominio del Estado sobre todas las minas, es un dominio completo, perfecto.

En este mismo orden de ideas, el profesor Samuel Lira, quien fuera miembro de la Comisión Preparatoria para el Estudio de la Nueva Constitución creada por Pinochet, y su Ministro de Minería el año 1983, sostiene en una de sus sesiones que “el precepto que entrega al Estado el dominio patrimonial de las minas, está concebido en los siguientes términos, en sus partes fundamentales: El Estado tiene el dominio absoluto, exclusivo, inalienable e imprescriptible de todas las minas…”.(Acta sesión 171 de la Comisión, de 4-12-1975). Al respecto, cree que no pudo darse una redacción más clara o más rotunda para remarcar el dominio tan pleno del Estado sobre las minas y que tiene las mismas características que el establecido en la Constitución actual. Y añade el profesor Lira: “Lo lógico será que dentro de nuestro ordenamiento jurídico, un bien sobre el cual recae un dominio de esta naturaleza sólo pudiera ser explotado o aprovechado por los particulares por la vía de una concesión de tipo administrativo”. (Naturaleza Jurídica del Dominio del Estado sobre las Minas y de la Concesión Minera en la Constitución de 1980, Jorge Precht P.).

Con posterioridad a la reforma de 1971, se dictó el Acta Constitucional N° 3, (D.L. 1.552, de 1976) que en su parte pertinente y en lo que interesa, dispuso que un Estatuto especial regulara todo lo concerniente a la propiedad minera y al dominio de las aguas, estableciendo que mientras no se dicte el estatuto especial mantendrán su vigencia las normas referidas al dominio del Estado de las minas, a las sustancias objeto de concesiones y a lo referente a su otorgamiento entregado a la resolución de la autoridad administrativa, habiendo siempre lugar a reclamo ante los tribunales ordinarios de justicia, a que se refería el artículo 10 N° 10 de la Carta de 1925.

Más tarde, la Constitución Política de 1980 mantuvo el dominio absoluto, exclusivo, inalienable e imprescriptible que tiene el Estado sobre todas las minas, las covaderas, las arenas metalíferas, los salares, los depósitos de carbón e hidrocarburos y demás sustancias fósiles, con excepción de las arcillas superficiales, conservando el sistema de concesiones mineras de exploración y de explotación, pero, innovando en cuanto a que la constitución de aquellas se efectuara por resolución judicial dictada por los tribunales ordinarios de justicia, y no por la autoridad administrativa. Dado que el Constituyente de 1980 emplea idénticos términos que el Constituyente de la reforma de 1971, no pudo ignorar o desconocer que en 1971 el dominio del Estado se puso como dominio patrimonial, por lo que a este respecto se mantuvo el mismo principio y definición sobre el dominio minero patrimonial del Estado, contenido en la reforma constitucional de 1971, salvo en lo relativo a la eliminación de una autoridad administrativa.

Además, se estableció que la concesión obliga al dueño a desarrollar la actividad minera para satisfacer el interés público que justifica su otorgamiento, cuyo régimen de amparo será establecido por una ley orgánica constitucional, quedando el dominio de su titular sobre aquella protegido por la garantía constitucional del derecho de propiedad.
Sin embargo, tratándose de sustancias no concesibles -el petróleo, el litio, entre otras- y yacimientos de cualquier especie existentes en aguas marítimas sometidas a jurisdicción nacional o situadas en zonas declaradas de importancia para la seguridad nacional, su exploración, la explotación o el beneficio de los yacimientos que los contengan pueden ejecutarse directamente por el Estado o por sus empresas o por medio de concesiones administrativas o de contratos especiales de operación.

Al mismo tiempo, enmarcada en su concepción libremercadista de desarrollo económico y social y la no injerencia estatal, dispuso un verdadero cerrojo en orden a prohibir al Estado y sus organismos desarrollar actividades económicas empresariales, salvo si una ley de quórum calificado los autorizare, obstruyendo en la práctica cualquiera participación directa del Estado y sus organismos en la actividad minera, como también en las definiciones de políticas para dicho sector, pues no se contaba en el Congreso con los votos necesarios para aprobar una ley de quórum semejante.
Sin duda, un hito importante constituyó la dictación de la Ley 18.097, Orgánica Constitucional sobre Concesiones Mineras (L.O.C.), publicada el 21 de enero de 1982, promulgada conforme a la Constitución de 1980, cuya vigencia quedó unida a la entrada en vigor del nuevo Código de Minería, de 1983. En síntesis, dicha ley aborda el concepto y constitución de las concesiones de exploración y explotación, derechos y obligaciones de los concesionarios, y las normas sobre su duración y extinción.

La dictación de la L.O.C. no estuvo exenta de varias controversias, puesto que se tradujo en un intento que posibilitó en los hechos que se desdibujara, diluyera y vulnerara el concepto de propiedad del Estado sobre las minas, al establecerse en ella la figura de la concesión minera plena -constituida por los tribunales de justicia-, oponible incluso al Estado y a cualquier persona, proyecto que impulsó y llevó a cabo el entonces Ministro de Minería, José Piñera E., designado en enero de 1981. Éste, sostuvo erróneamente que el dominio que tenía el Estado sobre las minas, según la Carta Fundamental, era una suerte de dominio especial subsidiario, cuyo carácter subsidiario le permite mantener a perpetuidad una tuición general sobre los derechos mineros, desconociendo su dominio patrimonial. Dentro de los férreos opositores y detractores de la L.O.C. estuvieron el ex candidato presidencial Radomiro Tomic, el Comité Nacional de Defensa del Cobre, y amplios sectores nacionales, como la Alianza Democrática, quienes propiciaron su derogación.

Cabe destacar que la postura encabezada por Piñera, incluso representó fuertes fricciones al interior del régimen  cívico militar de Pinochet y un cambio a lo que se venía sosteniendo sobre el particular, a través del antecesor Ministro de Minería, Contraalmirante Carlos Quiñones, quien renunció a su cargo, y en concordancia con lo estipulado en la Constitución en materia de Dominio del Estado sobre las minas, argumentaba “que la Mina es un bien que no lo crea ni reproduce el hombre, luego pertenece a todos los ciudadanos… estando la actividad minera estrechamente vinculada al interés nacional, el dominio de las minas debe atribuirse al gestor del bien común: el Estado... Cuando el Estado hace uso del dominio eminente, está otorgando en propiedad privada, riqueza que pertenece a la comunidad nacional y cuyo verdadero valor no conoce…”. Es más, antes de su renuncia, el Ministro Quiñones, reafirmaba, que corresponde al “Estado y la Nación toda, velar porque los recursos mineros se exploten adecuadamente en beneficio general mediante el sistema de concesiones, al igual que lo hacen las naciones como Canadá, Australia, Zambia, Zaire, Estados Unidos, Perú, Filipinas, Nueva Guinea etc., todos los cuales son, además, grandes productores de cobre y otros metales”, que otorgan “un derecho temporal de explotación, sin desprenderse de su dominio patrimonial estatal sobre la riqueza minera y bajo el régimen de concesiones -administrativas- que corresponden mayoritariamente a países que han desarrollado la explotación de sus recursos mineros, lo cual no obsta a otorgar las correspondientes garantías que se requiere para incentivar el desarrollo minero con la participación activa de inversionistas privados, nacionales o extranjeros…”. (El Dominio Minero y el Sist. Concesional en A. L. y el Caribe, Julio Vildósola F.).

Así la L.O.C. estableció un régimen de constitución de concesión, dispar y completamente distinto a la modalidad empleada en la casi totalidad de los países mineros del mundo occidental y del tercer mundo, en que la constitución, otorgamiento , ejercicio y extinción de las concesiones de exploración y explotación queda entregada exclusivamente a sus órganos o entidades administrativa y técnicas del respectivo Estado, mediante el otorgamiento de un permiso, licencia, concesión, de carácter temporal, cabiendo el reclamo en contra de las decisiones de esos órganos ante los tribunales de justicia, conforme puede constatarse en el derecho comparado.

Tanto es así que el Ministro Lira afirmaba el 27 de abril de 1983 en su discurso pronunciado en la Facultad de Derecho de la Universidad Católica lo que el Comité Nacional de Defensa del Cobre sostenía en una declaración formulada el 22 de noviembre de 1983: “La concesión plena” -establecida en la L.O.C.- vacía de todo contenido las disposiciones constitucionales de 1980 que afirman el “dominio absoluto, exclusivo, inalienable e imprescriptible” del Estado sobre las minas. Es igualmente incompatible con la naturaleza y límites de lo que es una auténtica concesión”. Y agrega: el “derecho a explotar el yacimiento minero es un derecho que no puede ser perpetuo, porque en la medida en que lo fuera, el yacimiento minero o la mina dejaría de ser inalienable”, es decir, objeto de enajenación, lo que la Carta de 1980 no admite, atendido el carácter del dominio del Estado. (Naturaleza Jurídica del Dominio del Estado sobre las Minas y de la Concesión Minera en la Constitución de 1980, Jorge Precht P.).

De igual modo, la L.O.C., entre otros aspectos, se apartó del régimen de amparo de la concesión minera fijado en la Constitución -que obliga al dueño a desarrollar la actividad necesaria (la obligación de explorar y explotar del concesionario) para satisfacer el interés público que justifica su otorgamiento-, al establecer en su artículo 12, que el régimen de amparo consistirá en el pago anual y anticipado de una patente a beneficio fiscal, toda vez que es evidente que la Constitución de 1980 estableció constitucionalmente el amparo por el trabajo, dejando al legislador determinar el modo directo o indirecto de regularlo, incumpliendo la referida Ley Orgánica el mandato que la Constitución hiciera al legislador y por modificación de la Carta Fundamental.

El retorno a la democracia el año 1990, tampoco significó algún cambio a la legislación minera heredada de la dictadura cívico militar, pues el programa de gobierno de la Concertación de Partidos por la Democracia (Documentos diario La Época), sin perjuicio de destacar la importancia de la minería en la economía nacional, mantuvo el actual sistema de concesiones mineras, a pesar de la promesa que en tal período del Gobierno democrático inaugurado por el Presidente Aylwin se iniciarían “los estudios pertinentes relativos a las eventuales modificaciones que la legislación minera podría requerir para compatibilizarla con la protección constitucional de la propiedad del Estado sobre las riquezas básicas del país”, agregando, que “el Estado se reservaría el derecho de hacer las correcciones legales y adoptar las medidas para evitar que los yacimientos objeto de concesiones permanezcan inexplotados por un tiempo prolongado”, lo que no ha sucedido incomprensiblemente hasta ahora. Tampoco el programa de gobierno de Gabriel Boric innova en esta materia.

Así pues, resulta evidente que el marco regulatorio de la legislación minera obedece a un modelo neoliberal de desarrollo económico y social, cuya idea matriz se basa en la concepción privatizadora de los bienes públicos (comunes) impulsada en sus inicios por el régimen militar del General Pinochet, atribuyéndose al Estado un rol eminentemente subsidiario, por lo que la política en materia minera en lo medular ha sido consustancial a dicho modelo.

Además, aquello desvirtúa el carácter de bien público de los yacimientos mineros. Esto, porque el titular de una concesión minera judicialmente constituida tiene sobre ella derecho de propiedad, protegido por la garantía constitucional del derecho que cae dentro de la esfera del comercio humano, justamente cuando una de las características de los bienes de dominio público es que están fuera del comercio humano, por lo cual de una u otra forma en la especie se tuerce y se resiente el dominio absoluto, exclusivo, inalienable e imprescriptible del Estado sobre todas las minas, a través de la existencia de la concesión minera plena.

Con el propósito de que se cautele el dominio absoluto, exclusivo, inalienable e imprescriptible del Estado de todas las minas, coherente con el interés nacional y el bien común, resulta imprescindible y de toda conveniencia que en la nueva Constitución se reafirme dicho dominio patrimonial. Así también su injerencia en la actividad minera y en la definición de políticas públicas, para lo cual se hace necesario suprimir la norma que lo impide, restableciendo la figura de la concesión administrativa incorporada en la Constitución de 1925, derogándose o modificándose la L.O.C., de modo que al igual como ocurre en la mayoría de la legislación comparada, la constitución, ejercicio y extinción de las concesiones mineras concesibles de exploración y explotación, quede entregada a la autoridad de la Administración del Estado, quien, de acuerdo a normas preestablecidas y regladas deba fijar condiciones, duración y el régimen de amparo efectivamente consistente en la obligación del concesionario de desarrollar la actividad necesaria para satisfacer el interés público que justifica su otorgamiento, habiendo siempre lugar a reclamo ante los tribunales ordinarios de justicia.

Por lo demás, la actual Constitución ya contiene la institución de la concesión administrativa y de los contratos especiales de operación por medio de los cuales el Estado puede ejecutar la exploración, explotación y beneficios de yacimientos que contengan sustancias no concesibles y respecto de yacimientos de cualquier especie existentes en aguas marítimas sometidas a jurisdicción nacional o situadas en zonas declaradas de importancia para la seguridad nacional.
El otorgamiento (y denegación) de la concesión debe ser un acto emanado de la Administración, pues a ésta le corresponde apreciar soberanamente si concurren o no las condiciones o requisitos de subordinación al interés público y de conveniencia y oportunidad que hacen procedente dicho otorgamiento. Debe ser temporal, porque lo contrario –su perpetuidad- significaría la enajenación de bien concedido, lo que en buenas cuentas sucede en la actualidad con la concesión minera de explotación mientras se cumpla con el amparo consistente en el pago de su patente anual, pues parece indiscutible que a través de la concesión perpetua en los términos señalados, que faculta para explotar el yacimiento hasta agotarlo, y para apropiarse de la totalidad de los minerales que se contengan en él, se produce la enajenación de la mina o el yacimiento mismo, transgrediéndose el dominio del Estado sobre los yacimientos. Con todo, el Estado debe tener atribuciones para regular la producción, distribución, comercialización y la explotación que se hace de los yacimientos mineros, lo que la Carta de 1980 y la L.O.C. a través de la concesión minera plena obviamente imposibilita, privando que esta riqueza reporte al país todos los beneficios económicos y sociales que la nación merece.   El Estado debe dejar de ser un mero ente pasivo y espectador.

Es imprescindible dotarlo de nuevas potestades y facultades -ya no el rol subsidiario-, con miras a definir una política nacional en el ámbito minero, congruente con un modelo de desarrollo económico social definido por la ciudadanía y sus representantes, en que esté presente como un órgano promotor, emprendedor y arbitrador del bien común, respondiendo a un proyecto de país.

Lo subrayado e interpolado es nuestro.


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